Diario de una soledad selvática

 

 

Aquí estoy en medio del Amazonas en una casa de madera bajo un toldillo para no ser presa fácil de los zancudos, no hay señal de internet ni red para llamar a mi mamá, han pasado días y ya whatsapp no me muestra estados y Facebook e Instagram están en blanco porque ya no actualizan, no descargué podcast ni música así que, aquí estoy total y absurdamente sola. ¿Absurdamente? Si, ¿era lo que quería? Si, ¿era lo que esperaba? No, jamás pensé que fuera así, ¿era lo que necesitaba? Si, pero esto no lo entendí hasta el último día en el aeropuerto de Leticia cuando con miedo de volver, sentí las últimas lágrimas correr por mi cara, cuando derramé las últimas lágrimas sola.

Caminar, sudar, beber agua, protegerme de los mosquitos, servir a los micos, bañarme 2 veces al día a totumadas, hablar con los indígenas de la comunidad, comer rico y llorar, esta va siendo mi rutina los primeros días, mientras camino por la selva pienso ¿Qué tan mal estaré para estar caminando por la selva a ver y cuidar micos e ir llorando por el camino? Se me va la respiración y tengo que parar, hacer los ejercicios de respiración que me enseño mi psicóloga y seguir. Pasan las noches y la tormenta que hay entre el cielo y la selva parece unirse a las pesadillas de mis sueños, me despierto, doy vueltas en la cama sin acercar mucho mis pies al toldillo por miedo a los mosquitos, no hay forma de encender la luz porque sólo llega en el día. Cierro los ojos para tratar de dormir y el golpeteo de las gotas de lluvia sobre la casa y el rugir de los árboles no me dejan, recuerdo que tal vez tengo un libro descargado en el celular, busco y ahí está, El Alquimista, del señor Paulo Coelho listo para ser mi compañero nocturno. La frase “Nadie consigue huir de su corazón, por eso es mejor escuchar lo que te dice”, salta de pronto desde la pantalla como valde de agua fría para recordarme el por qué había iniciado este viaje y como si la selva hubiera escuchado mis pensamientos, iniciamos juntas el proceso de escuchar mi corazón.

Ahora las lágrimas son más conscientes, ¿por qué lloras? ¿Qué crees que lo activa? ¿Quieres dejar de llorar o quieres curar la raíz? Me hago estas preguntas como si fuera una persona externa a la que sí o sí debo responder y entre palabra encuentro las respuestas, sé perfectamente qué lo activa y sé que lo quiero curar de raíz y como en este proceso estábamos la selva y yo, ella se encargó de enviarme toda su magia en la cantidad exacta en la que yo la necesitaba. Son las siete de la noche y estoy sentada en el patio de la casa que he llamado hogar estos días, nerviosa, ansiosa y llena de fe, de repente puedo percibir el humo que hay a mi alrededor, su olor, su color, su textura cuando corre por mis pies y mis brazos, siento el aliento cálido de este ser enviado por la selva cuando emana el humo sobre mi cabeza, escucho lo que dice, pero no me lo dice a mí, lo eleva al cielo, ¿cuánto tiempo llevo aquí? ¿Minutos, horas? No lo sé, pero no me quiero levantar, que paz se siente aquí ¿Qué me están haciendo? Estoy muy cómoda y tranquila sin saber que esta será la primera noche donde no tendré pesadillas. Me despierto bajo el toldillo y es un nuevo día y ya mi mente la siento despejada, 2 noches más de esto y ya casi no recuerdo por qué lloraba, estoy durmiendo bien y mi rutina de aquí ya no incluye llorar.

Sigo escribiendo, sigo llevando mi proceso fuera de lo ancestral y la selva nuevamente me envía regalos, ya no estoy con los micos, estoy en una maloca conviviendo con indígenas, a la que llegué caminando durante horas por la selva, aquí menos señal y menos luz, mi cama aquí es una hamaca a la que por suerte podemos adaptarle un toldillo. ¿Habrá algo más mágico que los cantos de los indígenas? No entiendo nada, pero sé que le están cantando al creador, a los animales, a la selva y sus bondades, todo en su dialecto, escucharles me llena de paz, conocer y experimentar su medicina cura mi ser. Mi cuerpo está tan al limite de lo que alguna vez pudo haber estado, he caminado por horas, no me he bañado bien desde hace días, mi ropa llena de sudor que además no se seca rápido cuando la lavo, se siente rara sobre mi piel y mi espalda nada acostumbrada a dormir en hamaca tiene un leve dolor, claro que me asombra no estar más cansada o adolorida, definitivamente el ser humano es un animal de costumbres.

Por fin me estoy bañando bajo una ducha, me siento limpia y a punto de recibir un regalo más de la selva, aquí la medicina amazónica cobra vida en la alimentación y en los baños con plantas ¿habrá algo más delicioso? Me pierdo entre los sabores de lo que me sirven al desayuno y ni hablar de los ingredientes del almuerzo, comer rico me hace feliz. Ahora inicio mis baños, mi cuerpo necesita descanso y para esto me preparan agua con mezcla de diferentes plantas tomadas del jardín, me baño las piernas y con masajes las consiento y les agradezco. Y el baño más increíble que jamás imaginé, un baño para mis días del periodo, la naturaleza sabia me permite estar estos días aquí y es una bendición gigante, recolecto flores y plantas del jardín, les añado agua y las dejo bajo la luz de la luna toda la noche, escribo todo lo que quiero dejar ir y dejar fluir con este nuevo ciclo, me levanto y me baño con esta mezcla, las flores y hojas se quedan pegadas a mi piel, por recomendación de las personas de aquí, no me las quito y paso los días leyendo un nuevo libro tomado de la biblioteca que tienen aquí, no hago más sino estar presente aquí y entre las hojas de este libro.

Durante este viaje he visto personas pintadas con alguna especie de pintura negra y aquí me la presentan, es el fruto de un árbol utilizado para sanar heridas del cuerpo y el alma, cuando me dicen lo que debo hacer se me llena el corazón de emoción, unto mi dedo con la tinta y empiezo a hacerme figuras en el cuerpo, símbolos que para mi significan fluir, respetar y amar, adorno mi cuello, mis hombros, mi torso y mis piernas con símbolos de comunidades indígenas de mi tierra que conocía de hace tiempo y con algunos de los que aprendí de las comunidades indígenas de aquí del Amazonas, pasarían 15 días antes de que esta pintura cayera de mi piel.

Aquí duermo en una casa en un árbol, nuevamente en medio de la selva y bajo un toldillo, confieso que es abrumante el sonido de la selva, pero logro conciliar el sueño, han pasado muchas noches en las que duermo bien y ya no tengo pesadillas. Ya sé que decir que todo esto es magia es muy superfluo pero la verdad es que no tengo otra forma de llamar a todo lo que empezó a suceder, los conocimientos indígenas se apoderaron de mi ser y desde adentro empecé a sentirme mejor.

Ha pasado un mes y estoy en el aeropuerto de Leticia esperando el vuelo de regreso a Bogotá, recuerdo con amor cada momento y todo lo que vino en este viaje, la lluvia de día y de noche, los trayectos en canoas por el río Amazonas con oleajes fuertes, las picaduras de zancudos, el avistamiento de delfines y micos en su hábitat natural, las historias de los indígenas, los museos, la comida, los lugares donde dormí, las palabras que aprendí en otros dialectos y las personas que acompañaron esta aventura, locales y turistas, estoy tan agradecida de conocerles, escucharles y compartir diferentes momentos.

Y sobre todo estoy tan agradecida conmigo por ser fuerte y buscar la sanación que tanto necesitaba, pero no dejo de pensar en el hecho de volver, ¿qué pasará conmigo? ¿y si vuelvo a ser la de antes? ¿y si vuelven las pesadillas? ¿y si vuelven las lágrimas? Efectivamente estas últimas volvieron, pero aquí, justo donde estoy sentada, pero algo es diferente, no siento vacío ni se me dificulta respirar, son lágrimas de limpieza, de dejar todo atrás y saber que empiezo un nuevo camino.

Hoy, un año después, recuerdo todo con más amor y agradecimiento que aquel día en el aeropuerto de Leticia, gracias madre selva porque puedo decir, el Amazonas me curó.

 

Texto y modelo Lorena Roa  |  Asistente Sofía Rubio Sánchez  |  Fotografía Julián Rodríguez C. 

 

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