Bajo la cascada me siento protegida aunque se muy bien que estoy expuesta pues el agua es cristalina y egoísta fluye sin mirar atrás y sin embargo me cubre como una manta. Está helada pero calienta al sentir sus gotas golpear contra mi piel y luego deslizarse por cada curva de mi cuerpo con la delicadeza que unos dedos nunca podrán alcanzar. Aunque suaves, son crueles y activan cada nervio en mi cuerpo haciéndome temblar con un dolor que roza el placer recordándome que estoy viva. Así como me susurra al oído que existo me asegura que puede sumergirme en un eterno sueño y así lo desea, se asegura que no me olvide que mi permanencia en este universo es frágil y depende de ella. Aunque su carácter liquido le resta permanencia nada la puede atravesar.

Quizá me alivia encontrar que el agua que cae sobre mi no es salada como esa que baja de mis ojos que son como el mar al menos dos veces por semana a veces sin razón aparente y es acompañada por un nudo en la garganta imposible de tragar. No, está agua me revitaliza en vez de dejarme con grietas en los labios y seca la piel.

Me escondo con la esperanza de que al sumergirme por completo mis pensamientos se congelen por un instante y dejen de atormentarme con su incesante movimiento pero en vez de eso deciden imitar lo que tocan, son tercos como el cuerpo que habitan, y como el agua corren, se escapan y deslizan de mis manos, se estrellan contra cada superficie que encuentran en su camino. Tengo la certeza de que si no me ahogo en esta agua helada será consumida por mis propias ideas que son con frecuencia más salvajes que la marea pero por ahora nada de esto importa.

Texto y modelo Gea  |  Fotografía Julián Rodríguez C.